viernes, 15 de febrero de 2013

EL PREDICADOR Y LA ORACIÓN, E.M.Bounds "El carácter y la predicación"



 "El carácter y la predicación" 

Estamos constantemente en tensión si no en un esfuerzo, para trazar nuevos métodos, nuevos planes, nuevas organizaciones, para hacer avanzar la Iglesia para el evangelio.
Este modo de ser de la época tiene la tendencia a perder de vista al hombre o hacerle desaparecer del plan u organización.
El plan de Dios es hacer mucho del hombre, mucho más de él que cualquier otra cosa.
Los hombres son el método de Dios.
La Iglesia está buscando mejores "Fue un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan".
La dispensación que heraldizó y preparó el camino para Cristo, estuvo ligado a aquel hombre Juan. "Un niño nos es nacido, hijo nos es dado".
La salvación del mundo viene por aquel Hijo nacido.
Cuando Pablo apela al carácter personal de los hombres que enraizaron el evangelio en el mundo, explica el misterio de su éxito.
La gloria y eficien­cia del evangelio están apostadas sobre los hombres que lo proclaman. Cuando Dios declara que "los ojos de Jehová contemplan la tierra, para corroborar a los que tienen corazón perfecto para con El", declara la necesidad de hombres y su dependencia de ellos, como un canal a través del cual El despliega su poder en el mundo.
Esta verdad, urgente y vital, es la que esta edad de la maquinaria está pronta a olvidar.
El olvido de ella es tan mortífero en la obra de Dios, como lo sería el quitar el sol de su esfera. Obscuridad, confusión y muerte serían el resultado.
Lo que la Iglesia necesita hoy día, no es más o mejor mecanismo, no nuevas organizaciones o más y modernos métodos, sino hombres a quienes el Espíritu Santo pueda usar; hombres de oración, hombres poderosos en oración.
El Espíritu Santo no fluye a través de los métodos, sino a través de los hombres. El no desciende sobre los mecanismos, sino sobre los hombres.
El no unge planes sino hombres, hombres de oración.
Un eminente historiador ha dicho que los inci­dentes del carácter personal tienen más que hacer con las revoluciones de las naciones que lo que cualesquiera de los historiadores filosóficos, o políticos democráticos quieran admitir.
Esta verdad tiene su aplicación plena en el Evangelio de Cristo ¡el carácter y la conducta de los seguidores de Cristo cristianizan el mundo, transfiguran las naciones y los individuos.
Esto es eminentemente cierto con respecto a los predicadores del Evangelio.
El carácter, así como la suerte del Evangelio están confiados al predicador. El hace o deshace el mensaje de Dios al hombre. El predicador es el conducto áureo a través del cual fluye el aceite divino. El conducto debe ser, no solamente áureo, sino que debe estar bien abierto y sano para que el aceite pueda, tener una corriente plena, ininterrum­pida y sin pérdida.
El hombre hace al predicador.
Dios debe hacer al hombre.
El mensajero, es, si es posible, más que el mensaje.
El predicador es más que el sermón.
El predicador hace al sermón.
Así como la leche del seno materno que da vida, no es sino la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está teñido e impregnado por lo que el predicador es.
El tesoro está en vasos de barro y el gusto del barro puede impregnarlo y descolorarlo.
El hombre, el hombre entero, está detrás del sermón.
La predicación no es la obra de una hora.
Es la manifestación de una vida.
Se necesitan veinte años para hacer un sermón porque se necesitan veinte años para hacer al hombre.
El verdadero sermón es una obra de la vida.
El sermón crece, porque el hombre crece.
El sermón es poderoso, porque el hombre es poderoso.
El sermón es santo porque el hombre es santo.
El sermón es lleno de la unción divina, porque el hombre es lleno de la unción divina.
Pablo lo designó "mi Evangelio", no que lo había degradado por su excentricidad personal y desviado por su apropiación egoísta, sino el evangelio que fue puesto en el corazón y el alma del hombre Pablo, como una confianza personal que debía ser ejecutada por sus características paulinas, para ser inflamado y potencializado por la fogosa energía de su alma ardiente.
Los sermones de Pablo —¿qué fueron ? ¿dónde están ? ¡Esbozos, fragmentos dispersos, flotando en el mar de la inspiración! Empero, el hombre Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, en forma completa, rasgos y estatura, con su moldeadora mano en la Iglesia. La predicación no es sino una voz.
La voz en el silencio muere, el texto se olvida, el sermón huye de la memoria ¡más el predicador vive!
El sermón no puede dar más vida que la que tiene el hombre que lo produce.
Los hombres muer­tos, dan sermones muertos, y los sermones muertos matan.
Todo depende del carácter espiritual del predicador.
Bajo la dispensación judía el Sumo Sacerdote tenía escrito con letras enjoyadas en su frontal: "Santidad a Jehová". Así, todo predicador en el ministerio de Cristo debe ser modelado en y dirigido por esta misma divisa santa.
Es vergonzoso para el ministerio cristiano caer más bajo en santidad de carácter y santidad de mira, que el sacerdocio judío.
El evangelio de Cristo no se mueve por olas populares, él no tiene poder propio para propagarse.
Se mueve, de la manera que los hombres encargados de él se mueven.
El predicador debe personificar el evangelio.
Su divinidad, el rasgo más distintivo, debe estar incorporado en él.
El poder constriñente de amor, debe ser en el predicador como una fuerza de proyección excéntrica, que todo lo domina y se olvida de sí misma.
La energía de su negación de sí mismo debe ser su ser, su corazón, y su sangre, sus huesos. Debe ir como un hombre entre los hombres, vestido de humildad, viviendo en mansedumbre prudente como una serpiente, sencillo como una paloma; las obligaciones de un siervo con el espíritu de un rey, un rey con porte noble, real e independiente, con la simplicidad y dulzura de un niño.
El predicador debe abandonarse a sí mismo, con todo el abandono de una perfecta falta de fe en sí mismo, y un perfecto celo que lo consume en su obra por la salvación de los hombres. Sinceros, heroicos, compasivos, sin temor al martirio, deben ser los hombres que se toman el trabajo de apode­rarse y modelar una generación para Dios.
Si ellos son tímidos contemporizadores, buscadores de honores; si tratan de agradar al hombre o temen al hombre ; si su fe tiene un débil apoyo en Dios o su Palabra; si su abnegación se quebranta por cualquier fase de sí mismos o del mundo, ellos no pueden apoderarse de la Iglesia ni del mundo para Dios.
La predicación más potente y severa del pre­dicador debe ser hacia sí mismo.
Su más difícil delicada, laboriosa y cabal obra, debe ser consigo mismo.
La instrucción de los doce fue la grande, difícil y paciente labor de Cristo.
Los predicadores no son hacedores de sermones, sino hacedores de hombres, y hacedores de santos, y solamente está bien ejercitado para este trabajo quien se ha hecho si mismo un hombre y un santo.
No son los grandes talentos, ni gran erudición, ni grandes predicadores los que Dios necesita, sino hombres grandes en santidad, grandes en fe, grandes en amor, grandes en fidelidad, grandes para Dios —hombres que siempre predican por sermones santos en el pulpito, y por vidas santas fuera de él.
Estos pueden modelar una generación para Dios.
He aquí el orden en que fueron formados los primitivos cristianos.
Fueron hombres de sólido molde, predicadores del tipo celestial —heroicos, fuertes, militantes y santos.
Predicando por medio de una negación de sí mismos, crucificando el yo; graves, laboriosos, mártires del trabajo.
Se aplicaron a su labor de tal manera, que impresionaron a su generación y formaron en su seno una generación que todavía no había nacido para Dios.
El hombre que predica, debe ser un hombre de oración.
La oración es el arma más poderosa del predicador.
Es una fuerza omnipotente en sí misma, que da vida y fuerza a todo.
El sermón real hecho en la cámara secreta.
En hombre —el hombre de Dios— es hecho en la cámara secreta.
Su vida y sus profundas convic­ciones fueron nacidas en su comunión secreta con Dios.
La opresión y agonía llorosa de su espíritu, sus más importantes y más dulces mensajes, fueron adquiridos cuando estuvo a solas con Dios.
La oración hace al hombre, la oración hace al predica­dor, la oración hace al pastor.
El pulpito de hoy día es débil en oración.
El orgullo de erudición está en pugna con la humilde dependencia en la oración.
La oración en el pulpito, muy a menudo, es solamente oficial (formulismo) —un cumplimiento en la rutina del culto.
La oración no es para el pulpito moderno, la fuerza poderosa que fue en la vida o el ministerio de Pablo.
Todo predicador que no hace de la oración un factor poderoso en su propia vida y ministerio, es débil como un factor en la obra de Dios y es falto de poder para proyectar la causa de Dios en este mundo.

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