LA PREDICACION DE LA LETRA
VERSUS LA PREDICACION CRUCIFICADA
No creo que mis anhelos de avivamientos fueran ni de la mitad de fuertes de lo que deberían haber sido; y tampoco puedo entender que un pastor evite el estar en un continuo contacto ardiente con el Maestro y haciendo, de este modo, tanto daño a la Iglesia…
Edward Payson
Las más dulces gracias, por una ligera perversión, pueden llevar un muy amargo fruto. El sol da vida pero las insolaciones son mortales. Esto es, la predicación es para dar vida, pero puede matar. Y el predicador tiene las llaves; él puede cerrar tan bien como abrir.
Porque la predicación es la gran institución de Dios para la plantación y la maduración de la vida espiritual.
Cuando es correctamente ejecutada, sus beneficios son indecibles; pero cuando no, ningún mal puede excederle en sus resultados dañinos. Es un asunto fácil destruir el rebaño, si el pastor es imprevisor o el pastor es destruido; fácil capturar la ciudadela si el centinela se duerme o el alimento y el agua son envenenados…
Investido con tan favorables prerrogativas, expuesto a tan grandes males, implicando tan graves y múltiples responsabilidades, seria entonces una parodia en la astucia del diablo y un libelo en su carácter y reputación, si él no pusiera por obra sus principales influencias para adulterar al predicador y su predicación. En presencia de todo esto, la pregunta exclamatoria de Pablo es:
“Y para todo esto, ¿Quién es suficiente?” (2 Cor. 2:16).
Luego añade:
“Nuestra suficiencia es de Dios; el cual así mismo nos hizo ministros suficientes de un nuevo pacto; no de la letra, mas del Espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica” (2 Cor. 3:4-6).
Así, el verdadero ministerio es influenciado, capacitado y hecho por Dios. Y es que el Espíritu de Dios es en el predicador un poder de unción; el fruto del Espíritu esta en su corazón. Su predicación da vida, como la resurrección da vida; ardiente como en el verano y fructífera, como en el otoño…
Esta clase de predicador que da vida es un hombre de Dios, cuya alma siempre está siguiendo diligentemente los requerimientos divinos; y en quien, por el poder del Espíritu de Dios, la carne y el mundo han sido crucificados, y su ministerio es semejante al generoso flujo de un rio caudaloso.
Por el contrario, la predicación que mata es una predicación no espiritual. Fuentes inferiores que no son de Dios le han dado energía y estímulo. Tampoco el Espíritu es evidente en el predicador ni en su predicación. Muchas clases de fuerzas pueden ser proyectadas y estimuladas por la predicación que mata, pero éstas no son espirituales: son fuerzas fingidas y magnetizadas.
Esta predicación que mata pertenece a la letra; puede ser bella y metódica; pero aún es la letra, la árida, dura letra, cáscara desnuda, vacía. La letra puede tener el germen de la vida en ella, pero no tiene el alimento suficiente para evocarla. Es cimiento de invierno, tan duro como el terreno de invierno; tan helada como el aire de invierno: no hay deshielo ni germinación para ella.
Puede incluso contener la verdad dentro de ella. Pero no es una verdad no vivificada por el Espíritu de Dios, que amortece tanto o más que el error; aunque se trate de la autentica verdad sin mezcla, sin el Espíritu, su sombra e influencia son mortales: su verdad, error, y su luz, tinieblas…
La predicación que mata es a menudo ortodoxa y dogmática, ¡Pues amamos la ortodoxia! Es el recto y claro corte de enseñanza de la Palabra de Dios; los trofeos obtenidos por la verdad en su conflicto en el error, los diques que la fe han levantado contra la honrada o descuidada inundación desoladora de creencias falsas o incredulidad. Pero la ortodoxia, clara y dura como el cristal, suspicaz y militante, no puede ser sino la letra bien arreglada, bien nombrada y bien aprendida: la letra que mata. Nada es tan mortal como una ortodoxia muerta, demasiado muerta para especular, demasiado muerta para pensar, para estudiar o para orar.
La predicación que mata puede tener conocimiento y alcance de principios, puede ser estudiada y crítica en gusto; iluminada por pensamientos filosóficos y trascendentales, examinada eruditamente como un abogado o para defender su caso. Y sin embargo, ser semejante al hielo homicida.
La predicación de la letra puede ser elocuente, esmaltada con poesía y la retorica, rociada con oración sazonada con la sensación y, no obstante, parecer a las hermosas flores que cubren el féretro de un cadáver. Bajo tal predicación, ¡Cuán amplia y total es la desolación! ¡Cuán profunda la muerte espiritual!
Esta predicación de la letra tiene que ver con la superficie y sombra de las cosas, y no con las cosas mismas. No penetra en la parte interior. No tiene profundo conocimiento interno, ni fuerte alcance de la vida escondida en la Palabra de Dios. Es verdad en apariencia, pero la apariencia es la cáscara, cáscara que tiene que ser rota y raspasada para obtener la almendra. Es una predicación sin unción, no sazonada ni oleada por el Espíritu.
Tal vez produzca lágrimas, lágrimas volátiles, como viento de verano sobre una montaña de nieve… quizás, cause sensación y ardor, pero será la emoción de un actor dramático.
Habría que preguntarse, entonces, de quien es la culpa de todo esto… ¡desde luego, no es de Dios! ¡La culpa está en el hombre! Más aún, ¡en el predicador! Este ha estado demasiado ocupado con su sermón, que no ha oído la canción de los serafines, ni ha visto la
visión de gloria, ni sentido el ímpetu de aquella sublime santidad, después de un absoluto abandono y desesperación, bajo la sensación de debilidad y de culpa; purgando e infamando por el carbón ardiendo del altar de Dios.
El predicador puede sentir desde el entusiasmo de su propio ardor pasajero, puede ser elocuente sobre su propia exégesis, ardiente en dar el producto de su cerebro; pero el brillo y centelleo serán tan estériles de vida como un campo sembrado de perlas… en alguna
parte, de todo inconsciente en sí mismo, algún don conductor espiritual ha atacado su ser interior y la corriente divina ha sido detenida, porque nunca ha sentido su completa bancarrota espiritual, su total impotencia; nunca ha aprendido a clamar con clamor inefable de desesperación, hasta que el poder de Dios y el fuego santo hayan descendido sobre él. La propia estima, perniciosa, ha difamado y violado el templo que debería haber sido mantenido sagrado para Dios.
Su ministerio puede atraer al pueblo hacia él, a la iglesia, a la forma y ceremonia; pero en verdad no atrae hacia Dios y no introduce a la dulce, santa, divina comunión, pero no edificada; agradada, pero no santificada. La vida es suprimida, hay un frio en el aire de verano; el estiércol es horneado. Finalmente, la cuidad de nuestro Dios viene a ser la cuidad de la muerte; la iglesia un cementerio, no un ejercito de batalla.
En efecto, el elemento del proceso de muerte esta detrás de las palabras, detrás del sermón, detrás de la ocasión, detrás del ademan, detrás de la acción. Y es que la predicación crucificada solamente puede venir de un hombre crucificado.
Un dato más: la predicación que mata es, sobre todo, predicación sin oración; mejor dicho; es oración profesional, que mata. Largas discursivas, secas y vacías suelen ser este tipo de oraciones en muchos púlpitos. Sin unción o corazón, ellas caen como un hielo
mortal sobre las gracias de adoración. Son oraciones que imparten muerte. Todo vestigio de devoción ha perecido bajo su aliento. Cuanto mas muertas son, mas largas se hacen.
Una suplica por la oración corta, viva, verdadera, nacida del corazón, oración por el Espíritu Santo directa, especifica, ardiente, simple, untuosa en el pulpito es, pues, el único antídoto contra la oración que mata. Y se necesita una escuela para enseñar a los
predicadores como orar, más que todas las escuelas teológicas juntas…
¡Alto! ¡Detengámonos y reflexionemos! ¿Dónde estamos? ¿Qué estamos haciendo?
¿Predicando para matar? ¿Acaso no deberíamos descartar para siempre la maldita predicación que mata y la predicación que mata, y hacerla una cosa real, la cosa más poderosa donada del Cielo a la Tierra, y traer los abiertos e inagotables tesoros de Dios para las necesidades y mendicidades del hombre?
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