Leer | Romanos 11.33-36
En medio de todos los preparativos, de toda la ornamentación, y de todas las celebraciones de la temporada navideña, tenemos que apartar tiempo para reflexionar en cuanto a los regalos divinos que cambiaron para siempre el curso del destino humano. Cuando ese pequeño bebé entró en nuestro mundo en Belén, se desencadenó desde el cielo el primero de un flujo interminable de bendiciones.
Nos enfocamos, por lo general, en el regalo del Padre, el cual dio a su Hijo para ser el Salvador del mundo (1 Jn 4.14). Pero los tres miembros de la Trinidad tuvieron parte en este despliegue divino de generosidad que continuará hasta la eternidad.
El Señor Jesús vino a ofrecer su vida en rescate por muchos, y después de su muerte y resurrección, Él y el Padre enviaron al Espíritu Santo para morar dentro de los creyentes para siempre (Mr 10.45; Jn 14.16; 16.7).
El Espíritu, a su vez, da dones espirituales a todos los creyentes y produce su maravilloso fruto en sus vidas (1 Co 12.7-11; Gá 5.22, 23).
Pero estos regalos divinos no terminan en la Tierra. Seguirán en el cielo cuando el Señor evalúe a los cristianos y les recompense por las buenas obras que jamás habrían podido hacer sin el poder de Él (1 Co 3.13, 14; Jn 15.5).
Todo el mérito y la gloria pertenecen a Cristo; sin embargo, el Señor cubrirá de alabanzas, por gracia, a los suyos (1 Co 4.5).
Adoramos a un Dios compasivo y generoso. Piense en el derramamiento continuo de bendiciones desde su trono, y pregunte: ¿Cómo responderé hoy? Él no necesita nada de usted, pero quiere ser parte suya no para controlarle, sino para mostrarle las “abundantes riquezas de su gracia en su bondad” (Ef 2.4-7).
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