Leer | Job 23.16, 17
Ayer decíamos que Dios siempre tiene un propósito al guardar silencio. Aprendí esta lección.
Un día, me preparé para orar sobre una situación que afectaría mi futuro. Pero cuando me puse de rodillas, sentí como si Dios se hubiera ido de repente. Por tres días y tres noches, su presencia parecía estar a kilómetros de distancia. La cuarta noche, unos amigos se reunieron para interceder a mi favor, pero fue en vano. Casi derrotado, regresé a mi habitación cuando vi luz en la habitación de mi amigo. Entré por su ventana, que estaba abierta, y oramos hasta el amanecer. Pero aún nada.
Le supliqué a Dios durante toda la semana. Luego, por fin, Él intervino de una manera asombrosa para comunicarme los pasos que debía dar. La lección fue que cuando Dios guarde silencio, ¡siga orando!
Muchísimas veces he escuchado a personas decir que no deben seguir orando por una necesidad porque no hubo respuesta. Pero Mateo 17.20 dice que la fe del tamaño de una semilla de mostaza puede mover montañas. ¡Imaginemos, entonces, lo pequeña que debe ser nuestra fe cuando nos rendimos, y no esperamos en el Señor! Los creyentes no podemos tratar las oraciones como una máquina que nos da una respuesta inmediata cuando le depositamos una moneda. Hablar con Dios es una inversión a largo plazo en la íntima amistad que tenemos con Él.
Aunque Dios puede estar en silencio durante un tiempo, nunca deja de trabajar por nosotros. En el momento preciso, Él da un resultado que se adecúa a su plan perfecto. Así que, amigos, ¡a seguir orando!
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