Hebreos 12.1-3
Los corredores en un maratón deben seguir una ruta claramente marcada. Supongamos que uno de los atletas decide tomar su propia ruta. Recorre los 42 km y pone su línea de llegada en el mismo punto de la oficial, pero corre a través de alrededores con menos colinas y menos gente. Su plan le parece excelente a él, pero cuando cruza la línea de llegada, no le espera ninguna cinta o medalla.
¡Lo que hizo es una tontería! Sin embargo, los creyentes caen en esta trampa cuando deciden cuál será el curso que tomarán sus vidas, en vez de correr la carrera que Dios dispone. Cuando nos sometemos a su voluntad, haciendo lo que dice, y yendo hacia donde nos dirige, nos mantenemos en el camino correcto.
Pero en el momento que volvemos a nuestros viejos hábitos y comenzamos a tomar decisiones basadas en nuestro propio criterio, tomamos un camino alejado de Dios.
Para los creyentes, la línea de llegada es la misma —el cielo—, ya sea que corran a la manera de Dios, o a su manera. Sin embargo, la diferencia estará en lo que habremos de mostrar al llegar allí.
Nadie quiere decir: No logré nada de valor. No importa cuán grandiosa sea la herencia que alguien deje, lo único que realmente vale la pena es lo que hizo para el Señor, en el poder del Espíritu Santo.
Y podemos estar seguros de que sin importar cuán lejos nos apartemos de la ruta, el Espíritu Santo seguirá presente. Nos recordará el camino correcto, como también la posibilidad de volver a ella y perseverar. La ruta ya está marcada, y usted sabe lo que tiene que hacer. Corra la carrera que tiene por delante, y termine bien.
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